4/10/2007

La Melancolía De Los Relojes PRÓLOGO

El umbral del papel

Aquel universo de los ateos que Chesterton comparaba con un laberinto sin centro se ha convertido en parque temático: hoy el centro está abarrotado. Las ideologías suenan en el hilo musical de los ascensores; de la lucha de clases se ha pasado a la lucha con clase; las bellas artes embellecen como nunca; hay más escritores que lectores. Y más poetas que poesía. Y si lo único peor que quemar libros era no leerlos, en este gran centro (comercial) se ha acometido una magna empresa tan analfabetizadora como homicida: los premios. Lo advirtió Augusto Monterroso al afirmar que gracias al sistema de galardonar a los poetas, en su país se habían dado «muchos de los mejores logros que el silencio haya obtenido jamás».

Procedente de los barrios marginales de la lírica, sin más equipaje que el insomnio, la ambición de llegar el primero a la meta del olvido y la misma convicción poética de Angelus Silesius («La rosa sin porqué florece porque florece») regresa Marcos Jiménez con La melancolía de los relojes.

Si en su primer trabajo (El coleccionista de momentos) desmentía a aquellos que suponen que la prosa está más cerca de la realidad que la poesía, en este ha considerado que las buenas lágrimas no nos son provocadas por una página triste sino por el milagro de una palabra colocada en su lugar. Poco antes de cruzar el umbral del papel se le había ocurrido una idea. Ni siquiera se trataba de una idea: era algo más vago, tan vago que se esforzó en recuperar la impresión.

A veces un accidente insignificante, un olor —apenas percibido pero con mucha frecuencia—, nos recuerda, en lo que dura un relámpago, cierto momento de nuestra vida. Pese a ser tan penetrante que se apodera de nosotros, y quisiéramos apegarnos a ese recuerdo revivido, al instante siguiente no queda nada, y ya no somos capaces de decir en qué acabamos de pensar. Lo buscamos inútilmente y, como no encontramos respuesta a nuestros interrogantes, nos preguntamos si no sería una reminiscencia de un sueño o, quien sabe, de alguna vida anterior. Concluyó entonces que todos tenemos nuestra máquina del tiempo: la que nos lleva hacia atrás son recuerdos, la que nos lleva hacia delante son sueños. Por eso Marcos Jiménez ha escrito La melancolía de los relojes.

—¿En qué se basa para escribir?
—Fundamentalmente en imágenes y metáforas que se adaptan a cualquier persona, a sus necesidades, a su vida. La tristeza, la alegría, los sentimientos, son cosas de todos.

—Cesare Pavese, no sabía si era un poeta o un sentimental. ¿Le ocurre a usted?
—Eso está claro. La línea entre la poesía y la sentimentalidad es como un llanto contenido, el desahogo es escribirlo y comunicarlo y así consolarse juntos. Creo que la poesía es algo parecido, una implicación total. Un poeta tiene que ser una persona muy honrada. Cuando el poeta pierde la honradez la inspiración le abandonará, porque es un regalo, como las manos en un artesano o la garganta de un cantaor.

—¿Puede definir su poesía?
—Es una vivencia normal y corriente de la vida.
A veces con un escudo interior para no mostrarlo todo. Esporádicamente pongo el escudo delante de mi poesía y me escondo detrás de una metáfora, pero no me oculto plenamente, mi escudo es de aire y de poco nos sirve a los hombres transparentes.

—¿Cómo se obtiene el título de poeta?
—Cuando por la calle te señalan con el dedo y dicen: «Ahí va un ser humano».

—¿Qué es la poesía?
—La poesía es educación. Cuando se pierdan los buenos días, será cuando se aproxime el fin del mundo. Existen valores inmateriales donde se asienta la poesía. Todos somos poetas si actuamos con respeto y corrección.

—Su poesía es urbana, pero su nostalgia es campestre.
—Así es, porque procedo de un medio rural, de un pueblo que está en los cerros de Úbeda.
Toda mi juventud transcurre en torno al campo, a los olivares. Con 18 años me traslado a San Sebastián, una gran ciudad llena de violencia y de disturbios. Luego viví en Madrid y más tarde en Buenos Aires, en grandes ciudades. Soy urbano porque vivo en un mundo urbano, pero también llevo muy dentro un sentimiento rural.

—¿Es paternalismo decir que es albañil-poeta?
—No. Son dos profesiones que pueden ir juntas. Es una realidad que sea un obrero pero mi poesía no. Podría ser más contundente por mis sentimientos hacia la naturaleza, que está cada vez más destrozada, contra el hambre, contra las guerras y su miseria. Todos esos deseos arden en mí y en mis poemas, solo que de una forma etérea. Están ahí para quien desee encontrarlos.

—¿Cómo se distingue a un buen poeta?
—Porque cuando lo lees se llena tu interior, y vuelves a leerlo y a releerlo. Cada cual tiene una visión de la poesía, quien es buen poeta para unos es malo para otros.
—Si hubiese más poetas honestos, ¿habría menos poesía?
—Creo que los poetas que existen son honestos y si hay menos poesía es por la dificultad de publicarla. Otra cosa es que me pregunte refiriéndose a premios o criterios, en ese caso no sabría contestarle.
—John Coltrane decía: «Yo les enseño técnica a mis alumnos y luego les enseño que olviden toda esa mierda».
—La técnica es la personalidad. Sin embargo, para mí, solo se consigue si eres capaz de ver con los ojos del ciego y conversar con los hombres sin voz.

—¿Cree que hay más sujetos que verbos?
—Sí. Verbos hay pocos, sujetos sueltos hay muchos.

—¿Qué escritores le gustan?
—Por supuesto los clásicos. También Miguel Hernández, Antonio Machado, Lorca. Y de los contemporáneos: Rafael Guillén, Álvaro Salvador, García Montero… De todas formas, intento ser tan sincero que soy autodidacto.

—¿De donde son los poetas?
—La poesía es un compromiso. Desgraciadamente cuando más y mejor se ha escrito ha sido en etapas de guerras y desesperación, cuando más tristeza y necesidad había. Ahora se viven malos tiempos. No vemos más que desfiles diarios de muertos por todos sitios, las balas han regresado, las golondrinas son más oscuras. Los poetas regresan otra vez con la desolación del mundo. No debería ser así.

—¿Qué le preocupa más que le entiendan o que le comprendan?
—Que me entiendan es difícil a veces, porque bastante difícil es entenderse uno a sí mismo. Hago lo posible porque me comprendan. Porque lo que intento es mandar un mensaje a través de mi poesía y lo hago de la forma más llana posible.

—¿Para que sirve la poesía?
—Para muchas cosas: para dormir, para romper el llanto, para consolarse, para consolar. Creo que la poesía es la cumbre de una montaña donde podemos abrir los ojos sin temor a que el polvo nos ciegue.

PACO ESPÍNOLA

La Melancolía De Los Relojes

1 comentario:

L.N.J. dijo...

Muy interesante.

La poesía es un paraíso que una vez descubres, no quieres salir de él; la descubrí hace poco y estoy fascinada.

Saludos.